Hoy es lunes y todos los lunes, sobre todo en los que toca abandonar el lar, recuerdo lo que escribió García Márquez sobre la angustia existencial del hombre cada mañana al levantarse de la cama. Ese miedo atávico, que llevamos tatuados en los genes desde que afrontábamos la boca de la cueva tras la que esperaba el oso al que espantábamos haciendo fuego, tiene reminiscencias freudianas: la placidez con la que dormitábamos en el útero materno, desgarrada por el impertinente nacimiento, y todo eso. Las figuritas de barro donde descansan los dioses que custodian nuestro hogar nos miran burlonas, y nosotros volvemos la cabeza, a medias, implorando con los ojos de un niño asustado ante la puerta del colegio el primer día de clase, una excusa que nos deje prolongar el armisticio. Cinco minutos más. Una lluvia torrencial que nos impida coger el tren. Cuando después de diez días tocando el banjo llega un lunes lunísimo como este, hipérbole dramática de todos los lunes del mundo, me siento como Juvenal Urbino de la Calle, que era él y también todos los hombres desamparados e indefensos ante la ineluctable obligación de tener que abandonar el lecho y pelear por el trozo de la vida que nos toca cada día. Para eso, entre otras cosas, decía Márquez en boca de Fermina Daza que estaban las mujeres sobre la faz de este planeta: para consolarnos y armarnos de un valor del que carecemos, todas las mañanas, haciéndonos sentir que no estamos solos cuando entramos, empuñando el alfanje, en la brecha por la que se cuelan como una hemorragia los turcos de Mehmet II entre las murallas de Costantinopla. Hoy es lunes, lunísimo lunes, paradigma de todos los lunes que en el mundo han sido, y la primavera se asoma dubitativa, esperando a que el Madrid salte el miércoles al Bernabéu con galope de diligencia fordiana para proclamar a los cuatro vientos que ya está aquí, como la Copa de Europa.
Lunes
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