Era un romano imponente y tenía la cara desencajada. Subido en lo alto de aquel corcel de madera, sostenía una lanza de punta plateada. Su mirada era feroz. Como la de un legionario aguantando una carga de los galos descamisados de Vercingetórix. O asediando Masada. La coraza brillante y el casco con el ostentoso penacho pretoriano le daban un aspecto anacrónico. Hollywoodiense. Pero era un romano de Sevilla. El cobrizo sobrio del caballo contrastaba poderosamente con el rojo fulgurante de las plumas del casco: pomposo y atemporal, como toda aquella ciudad. El jinete que alanceaba al crucificado se superponía en la mirada a las arcadas góticas de San Martín, ofreciendo al espectador un portentoso contrapicado que conseguía aplastarlo. El tribuno ecuestre estaba atrapado en la proyección de su movimiento: era una metáfora. Sevilla, la ciudad de los tesoros llenos de polvo, es la fuerza de una catedral derrumbándose cuya caída ha sido retratada, fijada, paralizada, por un pintor anónimo en ese romano a caballo. Revestida de un boato medieval, la sombra de los arbotantes que circundan la Giralda continúa proyectándose lentamente cada atardecer, conteniendo en sí misma una energía estática sin pulso. Así es esta ciudad ensimismada, absorta, barroca y decadente. Ante los crucificados de tez oscura y gesto doliente, los sevillanos siguen congregándose graves y circunspectos cada luna de abril, tomándose demasiado en serio a ellos mismos y haciendo como si el mundo, más allá del puente de Los Remedios, se hubiese olvidado de ellos. Sin embargo, son ellos quienes retroalimentan todos los años la ficción endogámica que les permite obviar el infinito universo que les rodea, manteniendo su espíritu medieval encerrado a cal y canto sobre las cuatro paredes de piedra que guardan al romano de la lanza. Como si nada importase más allá de los límites del matriarcado con fachada patriarcal bajo el que los sevillanos se protegen de las incertidumbres del progreso humano, la vieja ciudad secular descabeza una duermevela pesada de podredumbre y hastío, atenazada por sus propios hijos y amantes en la repetición mecánica de tradiciones que ya han perdido su auténtico vigor espiritual. Una estirpe de hombres y mujeres encantados de haberse conocido y en cuyos genes llevan tatuados la frase que inventen ellos asuelan, como una plaga bíblica de langostas egipcias, el fruto de una vid milenaria que, como en el Mio Cid, podría ser extraordinaria vasalla si tuviera buen señor. O señores. Pudiendo ser la Florencia española, no es Sevilla sino el esfuerzo detenido esculpido en un équite romano antiguo, obsoleto y fuera de lugar.
Lo que podría ser esa ciudad con un poco de mentalidad norteña, podría ser el centro de España y no quiere salir de su enquilosamiento. Es un pena y un placer al mismo tiempo. Gran entrada! 🙂
Anquilosamiento*