Lógica cartesiana en medio de una caldera

La lucha entre la emocionalidad irracional y la lógica fría, cartesiana, es tan vieja en el hombre como la pugna entre el bien y el mal. Desde que el primer autralopiteco empuñó una lanza, todos estos elementos han danzado, casi siempre de forma geométrica, matemática, macabra, alrededor de todas las batallas que ha emprendido un ser humano contra otro ser humano. Sin embargo, ya lo dijo Gistau hace tiempo: a veces Mourinho lleva su rigor táctico de condottiero hasta retorcer la estrecha cintura emocional del madridismo. Hay partidos que son batallas, y también las batallas liberan un espacio a lo inefable donde una carga a destiempo de la 326 de infantería ligera, con sus brigadistas harapientos, con sus cachirulos alrededor de las sienes llenos de sangre y sus ojos inyectados en cólera ciega, no sólo gana una guerra sino que conquista la gloria. Quién no exigió, con la boca pequeña, más desahogo ofensivo frente al Barcelona en la nefanda ida starkiana de aquella infame Copa de Europa. Desde el primer día, Mourinho pretendió imponer un orden mecánico, suizo, metódico, en un lugar que es una caldera hirviente gobernada por el Caos universal. Nosotros, que vivíamos apartados de Europa y mirábamos la civilización como la debían mirar los sioux agazapados tras un matorral viendo pasar el ferrocarril -yo lo que quiero es ver a un Madrí que imponga desde el saludo inicial, once tíos fuertes, musculosos, como los del Chelsea de Mourinho o la Juve de Capello, decía Ares en 2005, cómo cambia todo-, seguíamos haciendo la danza de la lluvia alrededor de un tótem de Del Bosque, implorando a los cielos pasar de octavos en la Copa de Europa, mientras ahí fuera Rijkaard, Mourinho, Ancelotti y hasta Benítez -¡Benítez!- usaban pizarras, mediocentros de contención con tres piernas y nueves que presionaban como stoppers. Cuando Luxemburgo nos presentó el pinganillo, los madridistas nos sentimos como los cubanos al serles descubierta la olla exprés: el invento de la revolución. Por eso la caldera -gélida- del Bernabéu pide más, en ciertas ocasiones, incapaces de resistirse al atávico impulso de la cabalgada desbocada. Mourinho lo resiste, y por no abandonar su pasillo histórico de seguridad quizá los resultados bailan más de lo necesario sobre el alambre de la incertidumbre. Cuando tras el 1-2 de Cristiano en Old Trafford, la muchachada veía al ogro rojo herido y acochinado en tablas, el irredento apache que habita dentro de nosotros rugió pidiendo más madera. En cambio Mourinho, analítico, funcional, napoleónico, dispuso en seguida su gabinete de urgencia sobre la banda de Manchester y tiró líneas con la escuadra y el cartabón. Del esbozo logarítmico que trazó, salió la tez caníbal de Pepe, y nosotros dijimos: oh. La mente del Comandante en Jefe ya proyectaba sobre el vacío más líneas, más automatismos tácticos generados por números binarios, más ecuaciones que se nos ocultan a la mente neófita del madridista moliente, mientras nosotros sólo queríamos más sangre. Es esa templanza, pura estrategia francmasónica, con la que Mourinho nos embrida. Nosotros piafamos, impacientes. No obstante, qué sabemos nosotros del orden. En el campo de batalla, la distancia entre la vida y la muerte es la obediencia absoluta a un código de reglas y mecanismos repetidos, antes, mil y una veces.

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