La cristiandad ya tiene nuevo Papa. Una de las reflexiones tangenciales que surgen de este cónclave es la diligencia con la que el Vaticano solventa sus coyunturas políticas: poco más de un mes después de que Benedicto XVI anunciara que delegaría en otro más joven o con más ganas la pesada carga de pastorear su rebaño, y apenas unos días más tarde de oficiar su última misa como pontífice, ya tiene sucesor. La velocidad y eficacia con la que el Vaticano coloca un nuevo timonel al mando de la nave más antigua del mundo es una muestra de la evolución darwinista que a lo largo de dos milenios ha pulido todos los ejes de la estructura gubernamental de Dios en la tierra. En ese sentido, las democracias tienen mucho que aprender, aunque también es verdad que la Iglesia ha sobrevivido a guerras civiles, interregionales, mundiales, cataclismos, invasiones, barbaries, genocidios, saqueos, conquistas, terremotos y huracanes, utilizando la vieja táctica de ponerle una vela a Dios y otra al Diablo. Nos llevan mucha ventaja. De manera que cuando nosotros, jóvenes e inocentes que crecimos creyendo en que el Estado del Bienestar era infalible, como el Santo Padre, comenzamos a mudar la primera piel política sin que mediasen tiros, bombardeos ni sangre de por medio -a nuestros abuelos los sacaron de la Arcadia a bayonetazos rojos, azules y pardos, y a nosotros nos están sacando a plazos, como las hipotecas-, en Roma llevan dos mil años desafiando la propensión natural al caos de la Humanidad agarrándose a una liturgia estructural y a una osamenta recubierta de una curtida piel de saurio antiguo que ha conseguido salvaguardar, aun a costa de las simpatías de la gauche divine del remilgadísimo Occidente encantado de haberse conocido, el pellejo, el boato y el rito. Pero, honestamente, si por algo continúa existiendo el Estado Vaticano es por prescindir, sin ningún tipo de remordimiento, de la superficialísima epidermis moral de gente cuya obsesión por cuadrar todos los niveles de la realidad a su esquizofrénico patrón intelectual.
Urbi et orbe
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