Amenazaba el Barcelona del Queiroz catalán con romper todos los récords. Tras los primeros meses de competición, parecía que la marcha del gran gurú Guardiola, el hombre que transformó la mentalidad del equipo e institución inyectándole competitividad y quién sabe si también otras sustancias, no había afectado en absoluto a una máquina de arrollar rivales que, según la cohorte feladora mediática, se entrenaba solo. Pero Vilanova no es mejor que Pep, y es probable que ni tan siquiera sea mejor que Emery, Mel o Ernesto Valverde. En cuanto llegó la hora del choque, Messi se contrajo, recordándonos al frágil y porcelanoso Robben del Real Madrid, y el equipo al completo se deshizo como un azucarillo en tres partidos que pueden marcar la temporada barcelonista. Precisamente el inicio de la inesperada caída del que, decían, iba a ser el mejor campeón de la Liga española de todos los tiempos, comenzó en Milán. San Siro ofreció al mundo la imagen de un grupo indolente, romo, incapaz de meterle mano a una banda de negratas de Baltimore que jugó como si, por un día, tuviesen algo por lo que luchar. Como en el memorable western crepuscular de John Ford, dos equipos, los dos únicos cuya misión histórica les impelía a terminar con la amenaza fantasma neo-distefaniana de Messi sobre la antigua dinastía del fútbol europeo, se disputarán ante la Historia el honor de haber acabado con este Barcelona zombi cuya inercia parecía convertirlo en un cadáver viviente incluso sin Guardiola gesticulando socialdemócratamente por la banda. El Milan es el John Wayne que sacrificará su gloria por el amor de su vida, una Copa de Europa que nunca poseerá puesto que pertenece por derecho divino al Real Madrid desde su propia fundación, pero que hizo una parte del trabajo sucio que hoy le toca terminar en el Camp Nou. El Madrid de Mourinho es la ley, la civilización, James Stewart empuñando indeciso un revólver frente a quien ha sojuzgado tiránicamente el relato del fútbol mundial durante los últimos 4 años. Si Ford decidió finiquitar para la posteridad su género favorito huyendo de los grandes espacios abiertos, también hoy el Milan deberá filmar el óbito barcelonista en un plató cerrado, olvidándose de las enormes praderas alrededor del Gran Cañón del Colorado. Reducir la acción a cuatro paredes de atrezzo y una calle con pocos ángulos, en los que Disneylandia momifique para siempre su futsal. Sin embargo, el Barcelona, ese Liberty Valance embriagado de su propia mentira, fue tocado de muerte a la remanguillé por las dos leyendas del balompié universal en la misma semana, sin que todavía quede claro para el espectador quién fue el último hombre en apretar el gatillo libertador.
El equipo que mató a Liberty Valance
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