Autocompasión generacional

Resulta general el lamento de mi generación ante el infortunio de nación -y de mundo- que le ha tocado vivir. No voy a ser yo, precisamente, quien reste razón a quien asegura que España se está desangrando por el costado más abundante y a la vez, dramático: cientos de miles de jóvenes sobradamente cualificados, licenciados, post-graduados, con idiomas y talento, cuya única salida es la renuncia o la emigración. Otro exilio, esta vez sin balas. Sin embargo, cada vez que leo o escucho a alguien de mi quinta quejarse por el oscuro destino de una España que vomitó titulados universitarios como un dragón cuya caldera era alimentada por miles de enanos laburando carbón dulce (de ese que de pequeños nos ponían debajo del árbol, el día de Reyes, para hacernos rabiar un poco antes de darnos los regalos, en esa especie de manía puerilmente cruel de algunos padres por hacer sufrir a sus hijos) no puedo dejar de recordar a mi abuelo. Todos los días, a la hora del recreo, abandonaba la escuela para moler la harina de que dispusieran en cada momento con la que luego harían un pan que no iba a comerse. Ni él, ni el resto de su familia, pues también él se encargaba de llevarlo al horno del pueblo. Eran los días de la post-guerra cruda. Los días que todavía su memoria recuerda como del hambre. Ese pan, por supuesto, estaba fuera de lo estipulado en las cartillas de racionamiento con las que la autarquía de Franco intentaba controlar los escasísimos recursos de aquella España destruida, demográfica, social, y moralmente. El panadero le prestaba el horno a condición de no saber nada si la guardia civil visitaba aquellas hornadas clandestinas. Así conseguía sacar adelante a su familia, hasta que su condición de hijo de español vencido le impidió seguir avanzando en sus estudios. Hoy, medio siglo después, mi generación ha culminado las aspiraciones de aquellos españoles cuya única lucha fue por la supervivencia. Como poetas trastornados, deambulamos frente al mar declamando contra las olas nuestro pesar por el destino incierto, pero quizá la culpa fue nuestra por abrazar -llevados de una mano por la comodidad y de otra por el conformismo- un futuro de confort garantizado y nómina sin sobresaltos hasta la placentera vejez que, ahora lo estamos viendo, no existía. Era mentira. Cada vez que estoy ante otra sonrojante muestra de autocompasión generacional más, pienso en mi abuelo y me digo que ellos, definitivamente, lo tuvieron peor. Y yo soy la muestra de que lograron salir adelante.

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