Vuelve a ser 28 de febrero y a mí me asalta la misma pereza que a Rodion Romanóvich Raskolnikov ante la idea de abandonar su sofá y hacer frente a su destino. El andalucismo es, de entre todos los delirios regionalistas surgidos medio siglo después del romanticismo a imitación burda e ibérica de los nacionalismos que jalonaron la primavera de los pueblos de Europa, el más disparatado y artificial. Hoy, en cada pueblo de Andalucía se ensalza la figura de Blas Infante, cuyo único mérito para pasar a la posteridadfue de índole martirológica: caer en medio de la irracional represión de la turba reaccionaria que avanzaba tras los tanques del Ejército de África en el verano de 1936. Lo que hay detrás de este personaje no es más que dislate y pseudo-ideología: se inventó una bandera (como Sabino Arana en el País Vasco, en España la vexilología antigua y heráldica es repudiada por carca, y la nueva adorada y tenida por moderna: otro síntoma más de la decadencia intelectual de esta nación ridícula), se sacó de la manga un himno y aspiraba a reeditar el Califato musulmán de Córdoba. Puro delirio. No hay orgullo más estúpido que el de ufanarse de una circunstancia tan accidental como azarosa: nacer aquí o allí. En Cádiz o en Zamora. Andalucía es una ficción histórica. No hubo nunca una entidad política homogénea que englobase todos los territorios que hoy abarca la comunidad autónoma: ni la Baetica romana, ni la Spania bizantina, ni mucho menos lo que luego constituyó el Al-Andalus islámico. Todas fueron otra cosa y todos estos cuerpos sociopolíticos remitieron a una idea superior, general, supraregional, que siglos más tarde se concretaría de manera concreta en un Estado moderno llamado España. Por lo tanto, como gaditano, no siento ninguna vinculación especial diferente, ni siquiera remotamente sentimental, con un almeriense. No más de la que pueda sentir por un asturiano o un fulano de Reus. Desmiento categóricamente que exista nada parecido a una unidad siquiera cultural entre los ocho territorios unidos por el Estatuto de Autonomía de 1981. En todo caso, la afinidad más particular, residente en ciertos giros léxicos y en una forma de vida específica, puedo hallarla tan sólo con sevillanos y onubenses, por pura proximidad. Así pues, reniego completamente de ese andalucismo chovinista, chusco, folclórico, artificial y socialmente correcto cuya adopción se impone como dogma oficial en una sociedad corrompida por la desidia moral e intelectual. Mi oposición va más allá: abrazo la contracultura como desahogo iconoclasta y subversión personal contra un orden establecido de las cosas que aborrezco como el personaje de Dostoievski repelía su propia condición de dubitativo mortal. Ese andalucismo con bombona de oxígeno institucional que hoy exalta símbolos cuya legitimidad historiográfica es nula tiene como principal hito revolucionario el haber cambiado una frase de su ridículo himno: resulta tan sonrojante como imaginar a los bolcheviques rusos presumir de asaltar el Palacio de Invierno tocando respetuosamente el timbre de la entrada.
El gran disparate
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