Abismo infinito

La situación está tornándose grotesca. La degradación del estatus personal de trabajador está alcanzando un punto tal que no es sino un guiñapo a merced de la voluble voluntad del mercado. Sin entrar a valorar las causas que han provocado este dramático escenario, ni tan siquiera a juzgar lo justo o injusto de tal estado de cosas, se me viene a la cabeza una fotografía: la de una cola de inmigrantes sin papeles reunidos en la plaza principal de un pueblo onubense en torno a un desdeñoso capataz español que, eligiendo al buen tuntún a quienes se ganarán el jornal recogiendo fresas ese día, descarta también a los pobres infelices que tendrán que engañar al hambre un día más. Hace menos de un lustro este era el retrato de la miseria que los españoles contemplábamos de reojo en el telediario, sosegando las voces de nuestra conciencia mirando para otro lado. Hoy somos nosotros los pedigüeños, y cualquier empresa nuestros patrones caprichosos. Ahora estamos dentro de esa imagen dantesca y precariedad, resignación, miedo y desesperanza van tatuadas en nuestros ojos. Cada día surge un peldaño nuevo en la escalera de la formación profesional, y como Tántalo corriendo tras las manzanas, perseguimos no ya el empleo ideal para el que nos instruimos, sino cualquier trabajo que nos permita pagar el alquiler. Lo que antes nos era ajeno y marginal ahora es cotidiano e íntimo. Y lo que es peor: intuimos que tras esa escalera de formación para un empleo cualificado no se abre ninguna puerta laboral, sino un abismo infinito y vacío.

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