A finales de los años 20, Ortega, emulando al viejo Catón, esculpió el epitafio de la Restauración de Cánovas: delenda est monarchia. Esta monarquía constitucional amañada había traído a España alrededor de medio siglo de estabilidad. Los dos grandes partidos, mutuamente convenida una alternancia amable en el poder, se repartían las prebendas de un Estado sustentado sobre caciques, oligarcas y magnates. Las similitudes con la actual monarquía parlamentaria de 1978 son inquietantes: entonces, una marea de funcionarios públicos cesantes malvivían durante 4 años con la certeza de que en el siguiente sufragio recuperarían sus puestos. Ahora los ocupan de manera vitalicia. Lo que acabó con la Restauración fue el hartazgo cívico -y militar- ante una clase política a la que la corrupción engordó tanto que terminó por explotar, como el sapo de la fábula. Ahora estamos viviendo un momento parecido. La partitocracia está desintegrándose más rápido de lo que parecía posible. Mientras el PSOE quedó desarticulado tras las elecciones de noviembre de 2011, el PP se deshace entre cuentas en Suiza y cobro de comisiones bajo cuerda que salpican a todos sus popes. El panorama es sombrío, y como aquellos intelectuales que reunidos en San Sebastián el año 30 epilogaban el sistema, certificamos la defunción de un sistema que nos deja, como la Restauración, una dramática certeza: en España la democracia sólo funciona cuando hay dinero suficiente para llenar los bolsillos de todo el mundo.
Delenda est
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