Quitarse el pueblo de encima

Servilia Caepión era una mujer muy poderosa en la Antigüedad. Patricia de cuna, su concubinato con César la encumbró como el paradigma de la serpiente venenosa cuya belleza arrostra intrigas y pesares. Desde el gineceo era capaz de acabar con laureadas cabezas, y tan sólo con su vagina podía poner la República de Roma al borde de un precipicio. Si hiciésemos un ejercicio de anacronía, no podríamos sino imaginar a Sara Carbonero convertida en una esclava zafia de Servilia, pues a pesar de ser una zorrupia legendaria -y sin duda por ello mismo-, nuestra patricia favorita conservaba estilo y maneras. Fondo de hembra arrebatadora. Sarita no es Servilia ni Casillas es César, y en ese matiz radica todo el abismo que separa a los yernos de España de la grandeza histórica. Iker podía haber sido un César de las porterías, pues nació con las condiciones naturales para serlo, y con la inestimable baraka que sólo ciertos personajes poseen de manera innata a lo largo de su vida. Con ella salvan momentos delicadísimos y salen inmunes de los más peligrosos trances. Sin embargo, esta baraka, que tan bien le sirvió en Glasgow o en Johannesburgo, y en tantas otras noches, no libró al chico de Móstoles de la más peliaguda de sus decisiones: la de caer en el influjo de una vulgar trepa resultona cuya única virtud es el arribismo más descarado. Pues, no en vano, Mercutio tiene razón: hay gente que se pasa la vida viajando, en contacto con personas de toda índole y cultura, y nunca, jamás, terminan de quitarse el pueblo de encima.

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