Si a un español de, por decir algo, 1965, le dijesen que tener una licenciatura en su currículum vitae puede lastrarle en la búsqueda de según qué trabajos, invariablemente le darían un síncope. Cómo es posible, por Dios bendito. Qué me está usted diciendo, caballerete. Déjese de pamplinas. Éste es sin duda uno de los más peculiares síntomas por los que uno puede reconocer lo peliagudo de la situación en España: quitarse títulos de la hoja de servicios es como renunciar a una parte de tu propia identidad. Como si a Mourinho le forzasen a borrar sus dos Copas de Europa del palmarés, o a Diego Alatriste le comentasen que quizá haber servido en Nordlingen o Breda le pudiese perjudicar a la hora de venderse por cuatro blancas para puñaladas de mala muerte en las calles de Madrid; aparentar que las mellas de tu espada son golpes fortuitos contra el quicio de una pared y no cicatrices de batallas. Es lo que ahora ha dado en llamarse el perfil bajo, tan en boga entre los modernos charlatanes que ya no venden crecepelo haciendo la tourné de pueblo en pueblo, sino que adoban su condición con bonitos trajes y corbatas estrechas, y tarjetas ultraprofesionales donde debajo de Fulanito De Tal aparecen cosas como Director de Recursos Humanos, o jaimitadas por el estilo. Tanto se democratizó el acceso a la universidad que las licenciaturas acabaron por valer lo mismo que una mierda pinchada en un palo y puesta al sol. Y lo que para ese español de 1965 era llegar a la cumbre, tener un título universitario y pertenecer a la élite de la sociedad -para la gente humilde, de campo, y más aún para los que habían sufrido los rigores de la post-guerra sin saber siquiera leer o escribir, licenciarse justificaba por sí mismo toda una vida- ahora sencillamente no significa nada.
Perfil bajo
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