En España, desde la política hasta el fútbol pasando por casi todas las cosas que nos importan día a día, todo se suele dejar en manos del azar. El azar en este infeliz país adquiere una forma muy folclórica, sin duda influjo de nuestra tradición judeocristiana o quizá retazo de un romanticismo tardío, mezclado con las viscerales y poco racionales pasiones que de continuo azotan el espíritu del españolito medio. El azar se le infunde aquí al personal como una suerte de superchería mágica propia de un chamán africano; una especie de determinismo intrahistórico sustentado en conceptos tan etéreos y vaporosos como la «filosofía secular», la «tradición», el «ADN histórico» o «los valores de siempre». Que nadie se llame a engaño. Lo que se esconde detrás de estas fórmulas retóricas ridículas es la pretensión de alguien, generalmente un poder fáctico que ambiciona controlar algo que genera mucho dinero o mucho prestigio, de llevarnos al huerto imponiéndonos su propia moral (código de creencias, valores y normas de comportamiento que establecen qué es lo correcto, y lo que no) sobre las cosas. Por eso en España -nación siempre en guardia cuando avista en el horizonte al pragmatismo europeo o a la grandeza de miras norteamericana- unos cuantos se lo llevan calentito mientras sermonean a sus votantes con delirios identitarios sustentados en fabulosos personajes medievales o cuestionan a profesionales en virtud de moralizantes cuentos chinos.
Folclore y filosofía
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