La Copa de los 200 kilos

La Copa del Rey era un título que importaba más o menos, según fuesen los vientos de cada temporada, hasta que Mourinho decidió dignificarla hace tres años. Desde entonces es un campo de batalla -otro más- en el que España dirime, cada mes de enero, su odio y freudiano complejo de Edipo con el Madrid. Lo que aún no consigo vislumbrar es cuándo volcará esta infeliz nación toda esa amargura genética que se guarda para sí misma desde que se perdió Cuba en otra cosa que no sea el legado espiritual de su pasado imperial e hidalgo -eso es el Madrid, señores-. En Suiza, por ejemplo. Concretamente en sus bancos. Se halla allí una habitación de oro construida palmo a palmo por la industriosa familia Pujol durante tres décadas de expolio continuado en Cataluña. Dicha cámara acorazada está repleta de dinero público, por supuesto. Español, claro. De España. Suyo y mío. Porque al mismo tiempo que la dinastía Pujol afanaba a sus propios contribuyentes desde la posición de sátrapas regionales que la España moderna le ha cedido a las oligarquías feudales de cada taifa, agitaba a sus masas durante generaciones enseñándoles el trapo colorado al que al final han acabado embistiendo: Espanya ens roba. Es por ello que cuando el Madrid termine alzándose con esta Copa, ya no sea la del Rey, sino la de los 200 millones, y quienes deban entregársela a Casillas no serán ni Juan Carlos I ni Villar, sino algún Pujol, Artur Mas, Urkullu, el delegado de trabajo de Andalucía, su chófer o Diego Valderas en alguno de los centros diplomático-culturales que a modo de cuevas de Alí Babá va dejando el fantasma de España por esos mundos de Dios.

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