Iba a terminar el año escribiendo alguna chorrada entre fatalista y ridículamente optimista, pero almorzando (los almuerzos de los días 24 y 31 de diciembre siempre son prudentes y ligeros) he visto una imagen que quizá me haya sobrecogido más de lo necesario: un negrito, malí seguramente, senegalés o de cualquier otra nacionalidad ecuatorial, que recién desembarcado en un puerto de la provincia de Cádiz tras ser rescatado de su patera por salvamento marítimo, besaba el suelo y abría las manos hacia el cielo. Con una sonrisa de oreja a oreja -y esto era lo más emocionante- se llenó los pulmones de aire y exlamó, en el eterno gesto humano de agradecimiento a las deidades de la bóveda celeste, ¡ESPAÑA!. Nadie, jamás, gritó el nombre de este desgraciado país con más esperanza, con más ilusión, y con más fe, que aquel pobre hombre que veía por fin cumplido el sueño salvaje y utópico que lo impulsó a atravesar el Sáhara, las terribles ratoneras humanas de Marruecos y el abismo del Estrecho. Ante esa imagen, uno sólo puede pensar que los españoles somos gente sin alma, pues nos pasamos la vida renegando, escupiendo, burlando y maldiciendo la tierra que nos parió y da cobijo, maltratándola con nuestra iniquidad, sin darnos cuenta de que con la mitad, sólo con la mitad, de la fe con la que aquel pobre desahuciado gritaba el nombre de España, haríamos posible la fantasmagoría de nación ficticia que allá en el África negra reflejan de España los partidos de la Liga, CR7, Messi, los anuncios de perfumes y las colas ante las tiendas de telefonía en busca del nuevo iPhone. Hoy sólo se me ocurre, como deseo de prosperidad para el año que entra, que ese hombre haya encontrado en su anhelada España algo por lo que continuar luchando por ella junto a nosotros.
España
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