Las horas perdidas

El mundo de los autobuses, trenes y transportes públicos es un microcosmos fascinante, potosí interminable de historias con las que alimentar la imaginación del sufrido usuario. También es un manantial de sabiduría, de reflexión y de tragicomedia. Esta mañana, helándome como estaba, decidí que el sueldo mensual que la taifa de Madrid nos hace pagar por utilizar el autobús me autorizaba a recrearme en su uso, y presencié cómo una mujer de mediana edad reñía a voces a su anciana y desnortada madre por haber olvidado en casa la tarjeta de transporte. Y entonces pensé que quizá la indudable comodidad de la vida urbana, con todos sus lujos pequeñoburgueses y su inevitable encanto etnocéntrico no valen las dos horas de esperas debajo de gélidas marquesinas, colas en correos, cedós que se marchan delante mía y media mañana perdida entre insufribles demoras para gestionar cuatro fruslerías. La ciudad fagocita el tiempo de quien no es capaz de huir de ella, y eso ya lo descubrieron los patricios cuando decidieron construirse suntuosas villas en el campo. Lejos del ruido y de la espera. Fuera del alcance de ese ogro oscuro y palpitante que devora nuestros relojes y vive alimentándose de las horas perdidas de quienes aún no somos patricios romanos. Viendo el rostro marchito de aquella pobre mujer, que bajando la mirada aguantaba con una dignidad infantil la reprimenda exagerada de su impertinente hija, tomé una trascendental decisión: a mí, jamás, ningún cachorro ingrato me pondrá en ridículo en un frío autobús urbano cuando no pueda defenderme.

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