La búsqueda de la felicidad, concepto incluso consignado en la primera de todas las constituciones liberales del mundo, es un camino erróneo, equivocado desde su misma base. La Postmodernidad, perversa en casi todas sus manifestaciones, ha hecho de esta búsqueda el leivmotiv del hombre de hoy, y como todo lo anhelado obsesivamente, ha acabado por convertirse en una cárcel invisible donde perecen los días, los trabajos y las horas de cada uno de nosotros. Empecinados en encontrar esa supuesta felicidad detrás de cada esquina, debajo de cada almohada y en todas las personas que se cruzan en nuestro transcurrir, conseguimos atascar nuestro presente en una vana sucesión de frustrados intentos de alcanzar algo que ni siquiera podemos identificar. ¿Qué es la felicidad? Yo, aquí y ahora, digo que la felicidad es un invento. Una ilusión intelectual creada por las grandes corporaciones, los medios de comunicación y la industria cultural, para generar en el individuo, ya catalogado, tras el XIX, como consumidor y, la necesidad demencial de adquirir todo tipo de productos materiales con los que satisfacer esa ausencia de Arcadia idealizada por la publicidad. El hombre antiguo, hecho a la búsqueda cotidiana de los recursos para su mera supervivencia, observaba en la pausa rutinaria de los gestos de comunión natural con el entorno y el contexto, el bienestar preciso para afrontar la verdadera tragedia de la vida: la continuación inevitable de la misma tras los golpes del destino.
Felicidad
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