Desde que nacemos, hasta que morimos, nos son impuestas una serie de convenciones sociales que delimitan nuestras fronteras vitales y determinan la identidad esencial con la que nos presentamos, y con la que salimos, a este mundo. Zarpamos desde el vientre materno y en el andén de la primera parada un boli, un sello y un nombre que otros eligieron por nosotros nos esperan en el registro civil. Apenas nuestros ojos vislumbran la hipnótica luz de un mundo tan grande como indescifrable cuando han de volver a cerrarse bajo el agua que les cae sobre una pila bautismal, en alguna parroquia antigua de pueblo petrificado, quedando para siempre nuestra infantil y arrugada cara retratada en fotografías que con el tiempo se acartonan, como todo en esta vida, fijando la segunda inevitable y flagrante agresión a la libertad de elección personal del individuo en una estampa que sólo el olvido hace deleble, junto a los sonrientes rostros de padres, padrinos y abuelos que en todas las imágenes de todos los álbumes de todas las familias del mundo posan de la misma manera. Luego llega el colegio. Y los valores, cuando los hay. El contexto. Lo de fuera.
El nombre, la fe, la manera de afrontar esta disparatada vida, todo ello es elegido por otros. La fe condiciona el prisma a través del cual un individuo ve el mundo, y cataloga lo que percibe en bueno y malo. Establece su escala de valores, por la cual regirá sus acciones, y por la cual descartará caminos y aprobará decisiones cuya onda expansiva pervertirá a su vez las trayectorias vitales de cuántos le rodean.
El nombre, en cambio, moldea la máscara con la que nos presentaremos ante la platea, en el escenario donde se desarrollará la dramaturgia cómica y desgarrada de la vida. El nombre es la identidad. El patronímico. Hijo de tal. De la estirpe cual. La sangre. El todo.
Nadie nos preguntó, al llegar, si queríamos estar aquí, si queríamos formar parte de esto, y sobre todo, si nos queríamos quedar. Única y exclusivamente el azar es el que establece si un individuo forma parte de una comunidad u otra, y es ese mismo azar el que determina el colectivo, y sus causas (cada colectivo tiene unas, divergentes en la forma, convergentes casi siempre en el fondo). A través de esta imposición aleatoria, se utiliza al individuo para realizar unas u otras acciones globales, de tal manera que, sin quererlo, sin ser consultado y sin contar con su propio criterio, la colectividad, o más bien, los encargados de gestionar los supuestos intereses de esa colectividad, prosigue su inexorable rumbo histórico (hacia ninguna parte, por supuesto, como todo el cosmos en sí, gigantesca nave cuya singladura es conocida mas no su destino aunque algunos cuantos polizones sospechen su fatuidad e inexistencia) incluyendo a cada uno de los individuos que por azar la componen (nosotros) en su engranaje frío y burocrático que asegura a partes iguales su propia supervivencia, el inmovilismo en el estado esencial y general de las cosas (y los privilegios) y la incapacidad intelectual de cada uno de los individuos que lo componen mediante la enajenación de su condición y libertad primaria. Consecuencia de lo cual el individuo, desde el mismo instante en que es cegado por la luz primera del amanecer, pierde la soberanía sobre su persona y se integra dentro del mecanismo despersonalizado de la comunidad, imposibilitado para desarrollar su potencial crítico por las fuerzas externas que actuarán sobre él desde el minuto cero de su paso por este jardín del Bosco llamado vida.
Soportamos todo esto sin protestar demasiado por que a cambio de ceder nuestra sagrada individualidad recibimos cierto tipo de prestaciones por parte de ese mismo sistema al que otorgamos vida y poder. Educación para nuestros hijos. Médicos para nuestros enfermos. Seguridad para nuestros ancianos. Aceptamos la ilusión, cada vez más desgastada y esperpéntica, de que nuestra voz sirve para dibujar el panorama político que nos gobierna cuando somos llamados cada cuatro años desde los minaretes del control mediático, esperando a cambio una serie de servicios imprescindibles para el desarrollo cotidiano de nuestra rutina: ir a trabajar, poder comer cuando ya no hay trabajo al que ir, no morir en la puerta de un hospital, poder estudiar una carrera. Mientras que la mentira funciona, y como beduinos sedientos, encontramos el oasis donde refrescarnos en la larga travesía emprendida por el desierto, asumimos que las cosas están bien como están, como alguien las decidió por nosotros, y la calma se apodera de todos los espíritus.
Exactamente eso es lo que ha venido ocurriendo hasta ahora.
Pero en este momento preciso de la historia, la apariencia se ha roto, y el espejismo no es posible forzarlo más. Es posible, cómo posible, es más que cierto y seguro, como que hay aire en mis pulmones, que tacharán de loco a todo aquel que crea, y en consecuencia, actúe, que tributar una parte del fruto de su trabajo a una colectividad sobre cuya pertenencia a la misma nadie le interrogó y que, por tanto, se encuentra exento de cualquier responsabilidad legal, jurídica, administrativa y financiera para con la forma legal sobre la que se asienta dicha colectividad. Es decir, para con el Estado. Sea cual sea el apellido que éste adopte puesto que las banderas, los escudos, los nombres de los territorios, no son más que convenciones establecidas por gente muerta hace siglos, y todos ellos, banderas, escudos y nombres, son elementos que responden exclusivamente a necesidades coyunturales de índole geopolítica que se alejan enormemente, de hecho nada tienen que ver, con la realidad personal de quien hoy se ve subyugado a poderes fácticos cuyos tentáculos siente sobre sí en tan peregrinas formas y maneras que le resulta imposible desprenderse de su deshumanizador abrazo.
Y estará loco, pero será un hombre libre.
Yo, en posesión de mis facultades mentales, ciertamente lo único de lo que puedo presumir ser dueño y señor, declaro que no pertenezco a comunidad alguna, ni por vínculo de nacionalidad, religión, sangre o estatus económico ni de cualquier tipo.
Así mismo, reniego de mi condición de ciudadano de Estado alguno, y no reconozco la soberanía del Reino de España sobre mi persona.
Declaro unilateralmente mi secesión, así como me declaro también señor del metro cuadrado que ocupo.
Será motivo de casus belli el usar mi nombre y la figura de mi individuo como parte de comunidad alguna, ni como parte de cualquiera de las causas que cualquier colectividad emprenda, sea cual fuere la índole de las mismas.
Pues, y eso es lo único cierto de todo lo que aquí queda escrito, cada uno elige cuáles son sus guerras, y para qué batallas se alista.
«Yo, en posesión de mis facultades mentales, ciertamente lo único de lo que puedo presumir ser dueño y señor, declaro que no pertenezco a comunidad alguna, ni por vínculo de nacionalidad, religión, sangre o estatus económico ni de cualquier tipo» me ha encantado todo lo que has escrito, excepto este párrafo porque lo veo incoherente, dada tu pertenecia a esa comunidad de madridistas incondicionales, que quieras o no… te meten en el saco de uno más del rebaño
Sin embargo, yo elijo, en el ejercicio de esa libertad personal de la que hablo, pertenecer a la comunidad madridista o a cualquier otra, sin que ello suponga imposición ajena alguna