Ta, ta, ta, ta, ta. Todo un aula enorme, de techos tan altos como el pensamiento del soñador, ocupada por ese martilleo que no era ruido, sino armonía. Ta, ta, ta, ta. Y el característico riiiiiiiing, del carrete volviendo al inicio del margen, a la izquierda. Y vuelta a empezar. Métodos de aprendizaje donde, además de aprender a mecanografiar, leí por vez primera el nombre de Sócrates. Primero mirando. Luego sin mirar. Y ta, ta, ta, ta.
Desempolvar la obsolencia es como mirar fotos antiguas. Nos devuelve un pedazo de nosotros mismos, aunque el efecto sea fugaz, y una incontrolable -e indescriptible- melancolía nos invada un segundo más tarde, al percibir de forma nítida que esa vivencia, evocada por un rostro, un olor, o un recuerdo. Esta máquina de escribir fue mía desde hace 30 años, a pesar de que en mi hoja de servicios no constan más que 23 abriles. Es mía por memoria genética. Ahora, los modernos llaman a eso dèja vú, pero yo lo llamo nostalgia del ADN. Eso que sabemos desde antes de nacer, porque lo supieron gente que estuvo antes que nosotros, y con la que compartimos sangre. Y en la sangre no sólo se transmite el legado fisiológico. De eso estoy convencido.
Ta, ta, ta, ta. Paso mis dedos por encima de sus teclas, desgastadas y por ello, suavísimas, y pienso que no hay tecnología más perfecta que ésta. Ni siquiera los cohetes espaciales con los que el hombre explora el Universo son más sofisticados que esta vieja máquina de escribir. Ni iPhones, ni iPads, ni trenes de alta velocidad pueden competir con un artefacto cuyas piezas, todas y cada una de ellas, guardan dentro de sí la sabiduría de quien las construyó con sus propias manos. Igual que un libro no es más que el sedimento donde quien lo escribe deposita todo su conocimiento, su ambición, sus ideas y su anhelo, cada elemento de este reloj que no marca la hora, sino la vida, lleva escrito en la frente el nombre de su padre.
Olivetti Lettera 32. En el mismo nombre va impreso con tinta indeleble la tradición artesanal de todos los que la diseñaron. No hay obra de ingeniería más completa. Hecha para hacer. De cada una de sus teclas han nacido historias. Sueños, desesperanzas y actitudes banales. Cae en mis manos un pedazo de la Historia del mundo, y siento encima de mía la responsabilidad de mantener viva la llama de quien compró esta máquina para que la luz nunca se extinguiese. Porto la flama. La luz, la luz. Todo consiste en eso. Décadas de olvido, polvo y ostracismo no han quebrantado el espíritu con el que este viejo artilugio fue elaborado. No hay superordenador que pueda combatir con ese ta, ta, ta, ta, riiiiing, de un montón de chapa, metal, goma y tinta engarzados en fascinante orden para ayudar al hombre en su temerario y tal vez absurdo empeño por detener el tiempo y registrar su vida en un papel, para vencer a la muerte.
Y cada vez que otro hombre, en otro tiempo, en otro lugar y en otra época, lee una obra escrita con máquinas que sirven para contar historias como ésta, la muerte es derrotada.