Saetas que rasgan el aire

-¡A toda vela!

Tenían el tiempo justo para llegar hasta la orilla, antes de que alguna bola de acero procedente de las bombardas sarracenas les reventara los huevos. El grueso de la flota cristiana ya había roto las cadenas y aniquilado el puente de barcas, colándose hasta el fondo. El Niebla, y con él la milicia concejil madrileña al completo (600 recios, achaparrados y duros cazadores de osos, suicidas en el asalto y temidos en el combate, la tropa más terrible del rey cristiano) navegaba dando tumbos hasta la orilla sevillana. A 200 metros de la Torre del Oro, el fuego era temible. Los hombres caían por todas partes, asaeteados por las flechas morunas, y el griterío era ensordecedor. Algunas naves ardían, y las bombardas cristianas transportadas en los barcos de carga situados en la retaguardia también repartían lo suyo, contrarrestando el daño.

Alonso sabía que sólo tendría un par de minutos para soltar un par de ballestazos y saltar al agua. Pero pensaba aprovecharlos. De esos dos minutos, me sobra uno, se dijo. Su media sonrisa lobuna delataba el carácter de hierro del capitán, siervo de la gleba cuya fama trascendía a castas y clases sociales, ganada a pulso degollando moros en las campañas sucesivas del rey Fernando. Se agachó en su puesto en la proa, confiando en Dios y en su buena estrella para que ninguna flecha lanzada desde las defensas le picara el billete rumbo al otro mundo. Antes tenía cosas que hacer aquí, pensó. Entre ellas tomar esa puta torre y rendirla a sangre y fuego. Estaba harto de aquella calor, de aquel tiempo y de aquella tierra. Quería acabar ya con Sevilla, y retirarse al Guadarrama, a seguir cazando osos y a vivir de las rentas de la guerra.

Apoyó la ballesta en un taco de madera (luego, en el fragor del combate, no tendría tiempo de usar aquel apoyo ni la madre que lo parió), calculó a ojo experto la distancia, la fuerza del viento, la derrota del proyectil y el objetivo. De un rápido vistazo, lo escogió: un moro joven que con mucho ímpetu se afanaba en matar cristianos a golpe de flecha, junto a sus compañeros que lanzaban aceite hirviendo desde lo alto de la Torre del Oro a los primeros guerreros que llegaban a sus pies y eran repelidos con bravura. Te vas a enterar, cabrón. Colocó la virota sobre la ballesta, tensó la cuerda, y contó hasta tres. Podía ver la cara del moro, gritando, voceando mucho, riendo con crueldad cuando acertaba el disparo. Ríete, ríe, hideputa. Verás lo que vas a tardar en estar con tus huríes, maldito cerdo. Uno, dos, tres. La virota, de fresno firme, zumbó rasgando el aire, hincándose directamente en el ojo derecho del sarraceno, atravesándole la cabeza y haciéndole caer de golpe. A volar con Alá, perro. Un júbilo interior le sacudió. Aún le quedaba tiempo para otro disparo. Sacó la segunda virota, y con calma, la depositó en la ballesta. No me falles, bonita. Sé que no lo harás, le susurró al arma. Fijó el objetivo de nuevo: un moro viejo, oficial parecía ser, por el color más llamativo de su turbante, que daba órdenes sin cesar, de un lado para otro de la torre. Tú serás el siguiente, perro. Tensó la cuerda y tiró, usando el mismo tiempo para afinar el disparo que el que tarda un cuerpo en exhalar el último aliento cuando cae fulminado por una flecha. Desde los 7 años cazaba osos en los fríos montes y quebradas del Guadarrama y la sierra que rodeaba Madrid, y más de una vez se había visto sólo, escondido detrás de un matorral, acechando horas a los osos macho que salían en busca de comida. La virota cimbreó hasta clavarse en la axila del oficial moro, atravesándole justo a la altura del corazón. Bam, bam. Chascó los dedos, satisfecho. Y ahora viene lo mejor, pensó.

El Niebla embarrancó a unos metros de la orilla, con todas sus velas atravesadas por flechas y proyectiles, y los osos madrileños saltaron en desbandada, desparramándose por la orilla. Con el agua por las rodillas, Alonso comenzó a chapotear, intentando ganar el terraplén donde su compañía intentaba agruparse bajo el tremendo fuego enemigo. Plof, plof, plof. De repente, dos flechazos abatieron al compañero que corría a su lado. Mierda, esto será más difícil de lo que pensaba. Aquella parte del río estaba llena de cadáveres, y el agua era sucia y gris, semejante a un canal holandés. A un lado y a otro caían guerreros cristianos, muertos nada más pisar la orilla, pero Alonso no cejó en su empeño, y sorteando obstáculos, se tumbó tras los cadáveres de dos leoneses, a unos pocos metros del terraplén, en la orilla frente a la Torre del Oro.

Desde allí podía verlo todo un poco más claro, protegido por los dos cuerpos sin vida. La vanguardia cristiana que había desembarcado después de que Bonifaz rompiera el puente de barcas lo estaba pasando realmente mal: los moros del bastión de la torre estaban dándoles para el pelo sin piedad, y los cristianos no sabían dónde guarecerse de tamaña somanta de flechas, piedras y proyectiles lanzados con mortífera puntería.

Tenían que hacer algo, pero no se le ocurría el qué. Si no se agrupaban pronto y atacaban, estarían perdidos de aquí a nada. Era difícil pensar con calma en aquel infierno de griterío, órdenes, contraórdenes, voces en árabe, castellano, catalán y portugués, donde los insultos se cruzaban de un lado a otro del terraplén, intentando herir más que las flechas y las piedras, con el río detrás surcado de barcos ardiendo y aguas rojas de sangre española.

A los leoneses les estaban dando candela en el terraplén, con cientos de moros fanáticos tirándoles aceite hirviendo. Los madrileños se habían atrincherado tras la tablazón de un barco destruido por el impacto de una bombarda. Buenos chicos, pensó Alonso, mientras oteó con celeridad el frente, buscando el objetivo al que disparar su último proyectil antes de lanzarse al combate. Eligió a un sarraceno con aire soberbio que miraba a los cristianos con arrogancia desde su puesto en la atalaya. A ti te voy a borrar yo la sonrisa de serpiente que tienes, hijo de puta. En el tiempo que tarda uno en rezar un avemaría, caló la ballesta, tensó la cuerda y chas, la virota rompió la distancia que separaba al capitán Alonso de su improvisado agujero en la arena de la orilla del río Guadalquivir de la arpillera donde el moro se afanaba en matar desde la Torre del Oro. Vio cómo la flecha le agujereaba la garganta, lanzando un caño de sangre a su alrededor, mientras los compañeros del infeliz gritaban con odio, mirando el lugar desde el que había venido el lanzamiento. Sí, mirad aquí, hideputas, he sido yo. ¿Os ha gustado? Pues aún hay más.

Se levantó agachando la cabeza y aún tuvo tiempo de ver al portaestandarte que tiritaba de frío en el Niebla sosteniendo el pendón con el oso púrpura tirado en la arena con las tripas al aire y tan pálido como la muerte, y salió corriendo como alma que lleva el diablo hasta donde los osos madrileños se habían agrupado y comenzaban el ataque. Desde su posición había oído, minutos antes, el ya mítico rugido que lanzaba la milicia concejil de Madrid cuando entraban en combate, aquel uh que se prolongaba hasta el infinito y que, honradamente, acojonaba al escucharlo. Sus bravos camaradas habían abierto una brecha en la parte del terraplén más débil, donde la pendiente se suavizaba y el terreno no estaba lleno de cuchillas, cristales y trampas en las que habían caído cientos de temerarios guerreros castellanos cuando se lanzaron al asalto desde los barcos. Sosteniendo en alto sus escudos circulares, en formación tortuga, los madrileños avanzaban lentos pero seguros, repeliendo así los ataques enemigos. La brecha, abierta por un catapultazo del ojito derecho de los artilleros del rey Fernando, la Víbora (el capitán Alonso se reía para sí al escuchar ese nombre, realmente aquella máquina tenía veneno puro y los moros de la Torre del Oro de Sevilla lo acababan de comprobar) había sido sostenida de inmediato por un grupo de infantes asturianos que habían aguantado el tiempo suficiente para que los madrileños se reorganizaran y acudieran en su socorro. Ahora, los pobres hijos de don Pelayo yacían muertos, destrozados en los alrededores del terraplén, gozando ya sin duda de la gracia de Dios. Pero habían cumplido con su misión, pensó Alonso cuando los miró desde su puesto en la testudo, y ahora les tocaba a ellos. Al oso púrpura.

Alcanzaron la brecha justo cuando una riada de defensores sarracenos acudía a taponar la brecha que podía hacerles perder la ciudad, pero ya era tarde. Los madrileños abrieron de golpe su formación, chocando violentamente con los sarracenos. El empuje de los 500 y pico de osos púrpura fue brutal, irresistible para unos moros que no se esperaban tamaña osadía. Aquellos tipos se estaban lanzando en solitario hacia la Torre del Oro, cuando aún el grueso del ejército cristiano no había desembarcado. Sólo contaban con el incierto apoyo de los arqueros y artillería de los barcos, allá lejos, en el río, pero a ellos les daba igual. Fue entonces cuando el capitán Alonso empezó a sentir que la sangre se le subía a la cabeza y la adrenalina se adueñaba de su cuerpo. La máquina de matar había despertado, y de un poderoso tajo de su toledana se quitó de encima a un moro que venía gritando desaforado hacia él. Cuando ensartó al cuarto enemigo y de un manotazo con su pequeña vizcaína degolló al siguiente sarraceno, pudo distinguir la entrada de la Torre del Oro, a pocos metros. Escuchó los gritos y las llamadas desde la ciudad, y distinguió, en medio de la locura del combate, el tono desesperado de los defensores.

Cuando vio a lo lejos, al otro lado, tras las altas palmeras y los palacetes orientales, el humo que la artillería en tierra desplegada por los castellanos hacían en las murallas de Sevilla, en el ataque combinado a la ciudad por el otro lado, supo que habían ganado. Que sólo era cuestión de tiempo, de matar un poco más. Miró el pendón verde y los signos en árabe que ondeaban encima de la Torre. Qué poco os queda, malditos bastardos. Qué poco os queda. Echó un vistazo atrás. Los madrileños habían ganado la brecha y el enemigo estaba retrocediendo hasta la torre. Por la grieta se desparramaban, ya sin reserva, el resto de unidades del ejército de Ramón Bonifaz, gritando victoriosos, arramblando con todo, a medida que iban desembarcando en una orilla que, ya sí, era segura para ellos. Por lo alto del terraplén, los cristianos avasallaban a los arqueros defensores, quienes desprotegidos por su infantería (estos ya tenían lo suyo aguantando como podían los embates de los madrileños, que cada vez los arrinconaban más contra la Torre) se veían expuestos a una muerte segura frente a los fieros guerreros cristianos del norte. Los rayos del sol comenzaban a romper las nubes, y la niebla que cubría Sevilla se iba diluyendo, poco a poco. Como un león hambriento en un corral de indefensas gallinas, así entraban los cristianos en la ciudad, así llegaba el nuevo sol a la Sevilla conquistada.

El enorme pendón con el oso rampante púrpura sobre el campo plateado de la milicia concejil de Madrid ondeaba orgulloso desde hacía horas en lo alto de la Torre del Oro de Sevilla. Estaba rajado y lleno de barro y sangre, pero eso ya no importaba. El rey Fernando les había concedido el privilegio de que el pendón ondease en la torre hasta que la ciudad cayera definitivamente, como agradecimiento por la decisiva intervención de los madrileños en la ruptura del frente por la parte del río. Los moros, tras unas horas de terrible lucha, habían conseguido estabilizar el frente a unos kilómetros de la Torre del Oro, cerca, muy cerca, del palacio del rey sarraceno de Sevilla y de la gran mezquita de la ciudad, que ya podía verse desde las líneas cristianas. Por fin, tras meses de constante asedio, Fernando III de Castilla y León, el Rey Santo, podía poner un pie en Sevilla. Aislada y controlada Triana, sólo faltaba el último clavo en la tumba del moro sevillano.

El capitán Alonso, recostado sobre las almenas de la Torre del Oro, miraba cómo el sol se ponía allá detrás de Triana. El crepúsculo anaranjado se reflejaba en las aguas del mismo río que por la mañana ellos navegaron y en el que muchos compañeros encontraron el abrazo de la Muerte. Soplaba una ligera y agradable brisa. Era bonito aquel lugar, después de todo. Pero estaba cansado, lleno de fango, de barro, de sudor y sobre todo, de sangre. Pero no era suya, y eso lo confortaba. Tenía ganas de volver a Madrid, a sus bosques. Ganas de retirarse y de seguir cazando osos. Pero tras años de combates, de luchas y de guerra, había visto a muchos compañeros morir bajo la espada del moro. Demasiadas caras conocidas, demasiados amigos, demasiada gente que era suya. No iba a marcharse de allí sin haber empujado a aquellos cerdos hasta el mar, lejos de su patria, lejos de España.

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