El oso púrpura

Aquella mañana del 3 de mayo de 1286 hacía un frío de cojones. Una brisa procedente del Atlántico subía por el Guadalquivir y helaba la sangre de los miles de infantes de marina cristianos que subían lentamente el río embarcados en la flota real de Castilla y León, rumbo a la Sevilla asediada. En la vanguardia se situaba la nave capitana, al mando del almirante Bonifaz, y a su lado, las naos más poderosas, cuyos cascos estaban acorazados para romper el puente de barcas unidas por cadenas que los defensores de la ciudad habían colocado entre la Torre del Oro y su gemela en Triana para impedir el ataque cristiano por el río. Justo detrás, en segunda línea de combate, estaban ellos, famosos entre toda la tropa del rey Fernando: los osos de Madrid.

Puta niebla, masculló resignado el capitán Alonso. Pero a pesar de ella, el pendón de la milicia concejil de Madrid ondeaba majestuoso en el bajío ligero en el que navegaban derechos a la pelea: un oso rampante, color púrpura, sobre un fondo plateado. Tiene aspecto fiero, el cabrón, pensó Alonso. Acojona con sólo mirarlo. Y ésa era la idea, precisamente. El portaestandarte tiritaba de frío y hacía malabares para mantenerse firme con el emblema de los osos. Sin embargo, de un vistazo alrededor, el capitán se sintió orgulloso de su tropa. Gente curtida, profesional, y sobre todo, temeraria. Aquello era lo que había hecho célebre a la unidad a la que pertenecía entre todo aquel crisol de milicias que componían el ejército con el que Fernando III de Castilla y León había decidido darle matarile al reino moro de Sevilla de una puta vez. Y por eso estaban ellos allí, en primera línea. Carne de cañón de primera categoría. Como a ellos les gustaba decir, los cojones del Rey Santo.

Avanzaban bien, y por ahora nadie había aparecido para darles los buenos días. Tenían que estar muy cerca ya, aunque con aquella grisura era difícil ver algo más allá de las propias narices. Se aclaró la garganta y escupió al río, mientras se acomodaba en la proa del Niebla, trozo de madera con velas con el que habían cruzado España desde Santander, donde embarcaron, hasta el golfo de Cádiz, donde destruyeron la flota del rey moro y, desde allí, hasta Sevilla.

El plan era sencillo, y así se lo habían explicado. Los madrileños, aguerridos combatientes en el cuerpo a cuerpo y expertos tiradores de media distancia, irían justo detrás de Bonifaz y su plana mayor, encargada de romper la resistencia moruna. Cuando despedazaran el puente de barcas, ellos sólo tendrían que hacer una cosa: lanzarse como leones hacia la Torre del Oro, principal baluarte del sistema defensivo de aquella parte de Sevilla, y conquistarla. Como fuese. Que iba a ser a puro huevo, imaginaba Alonso con una media sonrisa rapaz. En pocas palabras, tendrían que tirarse a pecho descubierto sobre el río, nadar si era preciso, trepar sobre la empalizada y sablearse con el enemigo, hasta echar el bofe. O morir en el intento.

Una llamarada rompió el silencio sepulcral con el que navegaban. Hijos de puta, pensó el capitán Alonso. Hijos de la gran puta. Los moros habían lanzado al río, una vez avistada la flota cristiana, barcazas ardiendo llenas de fuego griego. En seguida se levantó un vocerío tremendo entre los dos frentes. Sin embargo, en una audaz maniobra de esquivo, la nao capitana abarloó hacia la orilla de Triana, guiando con ella a toda la flota castellana, sotaventeando justo después para sortear el fuego y los proyectiles lanzados por los defensores. Maldito genio, gritó Alonso, este Bonifaz. Los había llevado precisamente hasta la faz del enemigo. La niebla se había disipado por completo y el panorama era perfectamente claro y nítido: el puente estaba compuesto por dos filas de barcas de madera bien prietas y fijas con gruesas cadenas de acero cuyos extremos estaban sujetos en la Torre del Oro, por una parte, y en la Torre de Triana, por la otra. Cientos de arqueros y ballesteros morunos se arracimaban en las dos atalayas, y comenzaron a tirar de todo a la flota cristiana. Dos gritos desde la nao capitana cortaron el aire, y fue Troya.

-¡Desplegad todo el trapo!

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